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El Intestino, nuestro primer Cerebro

  • Foto del escritor: Dr. Mauricio Rodriguez
    Dr. Mauricio Rodriguez
  • 2 jul 2018
  • 5 Min. de lectura



 

Nunca antes había sido más claro el aforismo popular “somos lo que comemos”.


Hoy diversos estudios científicos documentan cómo el equilibrio bacteriano de nuestros intestinos modula en gran parte el comportamiento, los estados de ánimo y nuestras capacidades cognitivas.


Sí, has leído bien: lo que conocemos vulgarmente como “tripas” es en realidad un cerebro y su función neuronal es extraordinariamente semejante a la de ese otro cerebro de sobra conocido y con el que guarda numerosas similitudes a nivel bioquímico y celular.


Ambos están en constante comunicación, pero contrariamente a lo que cabría suponer, es el cerebro del intestino el que envía más mensajes al llamado primer cerebro.


Los últimos estudios indican que el noventa por ciento de las fibras del nervio vago -el nervio que se extiende desde el bulbo raquídeo hasta las cavidades del tórax y el abdomen y que rige muchos procesos orgánicos- son aferentes, es decir, transmiten señales ascendentes , esto es, del intestino a la cabeza. El nervio vago funciona básicamente como un canal de información desde el tracto digestivo hasta el cerebro.


El nervio vago –el décimo de los doce pares de nervios craneales- es un nervio fascinante. Se le conoce como el nervio de la compasión gracias al neurólogo Stephen W. Porges que le puso este curioso apodo al descubrir la naturaleza “amorosa” de gran parte de su actividad. Entre sus muchas funciones está la de producir esas ondas calurosas que se expanden por nuestro pecho cuando nos emocionamos o algo nos conmueve. Las mismas ondas que provocan esa tibieza interna que sentimos cuando nos abrazan.


Investigaciones recientes le han hecho honor a su denominación y han determinado que la activación del nervio vago está relacionada con sentimientos elevados tales como altruismo, gratitud y compasión. Además hoy se sabe que su estimulación puede incrementar nuestras habilidades cognitivas, calmar nuestro ánimo y generar mayor armonía equilibrando nuestro comportamiento.


No es de extrañar que algunos autores se refieran a este nervio de la compasión como la conexión entre el cuerpo y el espíritu.


El cerebro intestinal, por su parte, se extiende entre las dos capas de músculo que revisten las paredes intestinales mediante una red de neuronas cuya estructura es la misma que las neuronas cerebrales, con las que comparten varias capacidades, entre ellas la capacidad para liberar importantes neurotransmisores. Se trata de una red extensísima de más de cien millones de células nerviosas (casi la misma cifra que alberga la médula espinal). La gran diferencia reside en que este sistema nervioso entérico no está capacitado para generar pensamiento consciente, y por lo tanto ni razona, ni toma decisiones. Es decir, el cerebro intestinal siente pero no piensa, aunque sí parece “saber” y “percibir” intuitivamente. Es más investigaciones de vanguardia están empezando a considerar la hipótesis de que el cerebro entérico tiene la capacidad de experimentar –no solo reflejar- emociones básicas como el miedo y sufrir sus propios trastornos neuróticos (ahí entrarían en escena las úlceras y dolencias crónicas como la gastritis, por ejemplo).


Cada vez es más evidente que la razón de ser de esta red neuronal que tapiza todo el tubo digestivo y que se conoce como sistema nervioso entérico va mucho más allá de la función digestiva, que es de por sí bastante compleja: conducir la comida a través de todo el tubo digestivo mediante movimientos ondulatorios peristálticos, secretar jugos digestivos, digerir los alimentos, absorber los nutrientes, transportar este material hasta el sistema circulatorio, expulsar los productos de desecho, etc.


En la historia de la evolución se sabe que el cerebro intestinal apareció antes que el craneal. Fue en realidad el cerebro original. Organismos unicelulares primitivos aparecieron hace más de tres mil quinientos millones de años y consistían en un mero tubo digestivo, a partir del cual se desarrollaría el sistema nervioso entérico (SNE). Dichos organismos sobrevivían adheridos a las rocas en espera de que el alimento pasara casualmente por ahí. Con la evolución de la vida en la tierra, estos organismos desarrollarían sistemas más complejos y aparecería el sistema nervioso central (SNC).


En lo que se refiere al desarrollo embrionario, los dos cerebros tienen el mismo origen. El SNC y SNE provienen de la cresta neural, una población de células migratorias que aparece en etapas tempranas del proceso. Una vez que migran, algunas de ellas formarán parte del sistema nervioso central y otras del sistema nervioso entérico.


Para los sabios del antiguo Egipto, nuestros intestinos eran considerados como el órgano de los sentimientos, el entendimiento y la inteligencia mientras que para la medicina oriental, la zona del vientre era nuestro auténtico centro vital –dan tien para la china o hara en las artes marciales japonesas (punto perfectamente localizado y situado por debajo del ombligo. En ese centro se integran mente y cuerpo. Es un centro energético en el que se ha de concentrar el chi (energía universal o cósmica), y con él, el poder personal. Se trata de una brújula interna cargada de sabiduría.


En el Tratado de Ebers, uno de los primeros tratados médicos que se conocen (aproximadamente 1550 a. de C.), el corazón “atemorizado” aparece directamente asociado a una mala digestión, siendo Thoth, Dios de la salud, fuente de inspiración para la práctica de los enemas que se aplicaba tanto a reyes como a plebeyos. Tanto en el antiguo Egipto como en la India ancestral se consideraba la limpieza del intestino de suma importancia y más que una práctica biológica se consideraba una limpieza emocional y hasta energética: del corazón herido, sobrepasado y confundido y para liberar la energía nociva atrapada para así restaurar la vitalidad.


En muchos textos de diferentes corrientes místicas y religiosas se habla con toda claridad de la relación entre la limpieza corporal y la pureza del espíritu. Y no solo la pureza espiritual, también la claridad de las ideas.


Desde el punto de vista oriental, el secreto de la salud y el bienestar –entendidos como un estado de serenidad y calma profundas unido a la integración correcta de todos los sistemas orgánicos- residiría en la capacidad de conectar con ese centro vital por debajo del ombligo. Ese es precisamente el objetivo de disciplinas como el Taichí o el Chikung. Asimismo el punto de acupuntura denominado Shen en la región abdominal es el encargado de distribuir el chi (energía ancestral) en todo el cuerpo. De acuerdo a la acupuntura, en el abdomen se encuentra un complejo sistema de regulación y control. Se forma durante la fase embrionaria y es el sistema madre de todo el sistema de meridianos que conocemos.


Y tal y como expresa la Dra. Camila Rowlands: “Es el hombre moderno el que ha envuelto todo el tema intestinal en un espeso halo de tabú y displicencia, cuando no de repugnancia. Supongo que forma parte de esa desnaturalización que sufrimos al habernos alejado tanto de nuestra esencia y al habernos soltado de la mano de nuestra madre naturaleza. Pero nuestra madre siempre sale a buscarnos. Y nos encuentra.”


En definitiva, pareciera que lo que somos, es asunto de vísceras lo que nos abre a una fascinante e increíble alternativa en la batalla contra las enfermedades psiquiátricas, neurológicas y autoinmunes.

 
 
 

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